El Caribe colombiano frente al nuevo tablero geopolítico.

La reciente decisión de Estados Unidos de enviar tres destructores de misiles guiados —USS Gravely, USS Jason Dunham y USS Sampson— junto con un grupo anfibio conformado por el USS Iwo Jima, el USS San Antonio y el USS Fort Lauderdale, marca un punto de inflexión en la geopolítica regional. Con más de 7.000 efectivos desplegados, entre marines y personal naval, se trata de la mayor demostración de poder militar en el Caribe en décadas.

Aunque la operación ha sido presentada como parte de la lucha contra el narcotráfico, su trasfondo es evidente: contener a Caracas y enviar un mensaje a Moscú, Pekín y Teherán, que en los últimos años han tejido lazos estratégicos con Venezuela. El Caribe vuelve a convertirse en un espacio de disputa global, un escenario que remite a los ecos de la Guerra Fría, pero con ingredientes nuevos: energía, rutas marítimas, presencia de potencias emergentes y tecnologías estratégicas.

Para Colombia, la situación es compleja. Por un lado, la presión sobre Venezuela puede repercutir en un incremento de los flujos migratorios hacia nuestro territorio, en especial hacia la región Caribe, que ya enfrenta desafíos estructurales en materia de empleo, infraestructura y servicios sociales. Por otro lado, el despliegue naval intensifica la militarización de un mar compartido, con riesgos de incidentes que podrían involucrar aguas y espacios de interés colombiano.

El Caribe colombiano, en su calidad de frontera viva, se convierte en zona de alta sensibilidad. La cercanía con las rutas marítimas que conectan puertos estratégicos como Cartagena, Barranquilla y Santa Marta, coloca a estas ciudades en un mapa de atención internacional. Además, la base naval de Cartagena y la de Coveñas adquieren un valor geoestratégico aún mayor, al quedar próximas al teatro de operaciones.

En este contexto, un riesgo silencioso es el papel de los grupos armados ilegales que operan en las franjas de frontera. Su capacidad de presión, control de corredores y aprovechamiento del caos puede modificar de facto los límites en áreas rurales y selváticas, creando “fronteras móviles” que desbordan el control estatal.

En un escenario de posible confrontación internacional, estos actores ilegales pueden convertirse en fichas de negociación, aliados incómodos o amenazas desestabilizadoras, generando tensiones adicionales para la seguridad y complejizando cualquier respuesta diplomática o militar.

Sin embargo, no todo debe leerse en clave de amenaza. En medio de la tensión, Colombia —y en particular su Caribe— puede posicionarse como actor clave en la arquitectura de seguridad hemisférica. Liderar iniciativas de cooperación naval, diplomacia preventiva y logística portuaria no solo reforzaría nuestra presencia internacional, sino que abriría espacios de inversión en energías limpias, infraestructura marítima y economía azul.

No se puede perder de vista que, más allá del pulso entre potencias, la raíz de este despliegue está en la lucha contra los grupos dedicados al negocio de la droga. Un negocio que dejó de ser local para convertirse en transnacional, con rutas que atraviesan mares, financian redes ilegales y desestabilizan gobiernos.

Para Colombia, asumir estrategias efectivas contra estas estructuras criminales no es solo una cuestión de seguridad interna, sino también de corresponsabilidad internacional. La articulación con otros Estados, el fortalecimiento de la inteligencia naval y el control de corredores marítimos son tareas inaplazables.

El despliegue naval de Estados Unidos en aguas cercanas a Venezuela redefine la geopolítica del Caribe y plantea retos inmediatos para Colombia. Pero también abre una oportunidad: transformar la condición de frontera vulnerable en una plataforma de liderazgo regional.

El desafío es doble: contener los riesgos del narcotráfico transnacional y el poder desestabilizador de los grupos armados ilegales, y al mismo tiempo impulsar el Caribe colombiano como centro de seguridad, energía y logística. En un mundo en disputa, Colombia no puede limitarse a observar el tablero; debe asumir el reto de jugarlo.

Siguiente
Siguiente

Zonas Azules de Sincelejo: Repensando el asfalto como espacio público