Sincelejo: Del caos al orden emergente
En medio del bullicio, el desorden vial, el crecimiento desbordado y la precariedad de muchos barrios, Sincelejo —como muchas ciudades intermedias de Colombia— parece atrapada en su propio caos. El tráfico es síntoma, pero también metáfora: una ciudad sin brújula, sin una lógica clara en su expansión, sin una visión compartida de hacia dónde ir.
Pero, ¿y si el caos no fuera solo un problema, sino también una posibilidad de reorganización profunda? ¿Y si nuestras ciudades no debieran ser “ordenadas” a la fuerza desde arriba, sino entendidas como sistemas vivos, capaces de transformarse desde adentro, desde su propia complejidad?
Aquí entra en juego una teoría poco discutida en nuestros contextos urbanos: la de las estructuras disipativas, desarrollada por Ilya Prigogine, premio Nobel de Química, y adoptada por pensadores de la complejidad para entender ciudades, redes y sociedades.
En esencia, esta teoría nos dice que los sistemas abiertos —como una ciudad— pueden mantenerse en constante evolución al intercambiar energía e información con su entorno. Lejos del equilibrio, es en el caos donde surgen nuevas formas de orden.
Desde la informalidad del espacio público hasta la fragmentación institucional, el caos en Sincelejo no es solo ausencia de autoridad o de planificación. Es también el reflejo de múltiples actores que han llenado los vacíos del Estado con soluciones propias: vendedores ambulantes que sobreviven donde el empleo formal no llega, barrios que se autoorganizan donde la vivienda social ha fracasado, redes comunitarias que emergen frente a la inseguridad o la ausencia de servicios.
Este “desorden” puede ser leído no solo como falla, sino como potencial latente. Las ciudades que han sabido reinventarse —desde Medellín hasta experiencias en África o Asia— han entendido que los sistemas urbanos no se controlan como máquinas, sino que se acompañan como organismos complejos.
El POT de Sincelejo, como muchos planes en Colombia, ha sido más una declaración de buenas intenciones que una brújula real de transformación. Sus operaciones estratégicas siguen siendo ideas en papel. No ha habido una lectura de la ciudad como un sistema adaptativo, ni una visión que abrace el conflicto urbano como espacio de innovación.
En lugar de imponer orden desde arriba, podríamos preguntarnos:
• ¿Qué nuevas formas de convivencia están emergiendo en medio del caos?
• ¿Qué saberes locales pueden aportar a la reconfiguración del territorio?
• ¿Cómo canalizar la energía social —la juventud, la cultura, las redes digitales— hacia procesos de transformación colectiva?
La idea no es romantizar el desorden, sino entender que el control rígido no funciona en sistemas complejos. Lo que necesitamos es una planificación que abrace la incertidumbre, que reconozca el valor del conflicto urbano como espacio de negociación, y que permita reorganizaciones desde abajo: desde las comunidades, desde las experiencias emergentes.
Necesitamos más urbanismo táctico y menos tecnocracia distante. Más conversación con lo real y menos simulación en renders. Desde lo que somos —una ciudad desigual, resiliente, creativa, desbordada— podemos pensar lo que queremos ser.
Que no nos asuste el caos: ahí comienza la ciudad posible, si somos capaces de darle forma al desorden con inteligencia, empatía y propósito colectivo.